Nudo complejo que me ata desde el cuello hasta el alma. Nace en dos segundos y se instala con una rigidez inaudita. Como un rayo que quita, me da dos platos de sopa y se acurruca en mi nuez como para quedarse a vivir. Retorcido hombre mudo que solo quiere gritar. Demoñito al acecho, firme guardia del precipicio, ahí está siempre probando mi fragilidad. No soporta no haber dicho algo que siente hasta en las perversas entrañas y se infecta de forma expansiva hasta que la casa está tomada.

Siempre elige el mismo centro de gravedad, el mismo nido expuesto al qué dirán. En posición estratégica y dolorosa rasca mis cuerdas vocales y recuerda que algo no dijo. No dijo algo y ahí está, atorado.

El cuello se vuelve roca pesada y acosadora; un tronco disecado que une la cabeza con el torso como una brochette preparada sin cuidado. Cada parte arde en el roce con la otra. Ardemos en el roce con el otro. El tubo se vuelve arena mojada por llovizna, olor a pis, sorete abandonado en espacio público.

Los ganglios se inflaman como en defensa ¿de qué?, del silencio; o de la palabra, mejor dicho. Gritan que hay una bola trabada que no salió y debe salir. Los bultos se hacen sentir, se agrandan, se vuelven protagonistas y piqueteros con la saliva. El flujo se vuelve turbio y edulcorado.

Paradoja de la guerra: mi voz se va, se toma vaya a saber por qué demonios. Y el castigo, por fin, se vuelve verdadera enfermedad. El golpe por lo no dicho potencia la imposibilidad de hablar, me quita la señal, me quito más con humo y acá estoy. Con aftas vivas que aparecen sólo cuando los extremos de la psiquis parecen disgustarse. Una simple caricia mal hecha, una puteada acumulada y así estoy, de sonidos ausentes, de paciencia carneada, de pastilla de menta y miel para preservar al entorno.

Brota el fuego del pecho angustiado y los tensores se estiran hasta agonizar; se fuga el habla sin permiso y con condena. Maldito cuerpo tan atado al todo, tan atento a sí mismo. Tan enfermedad integral, tan puente del alma, odio su inmediata sinceridad impuesta. Mi lengua es una sola llaga y me convierto en serpiente encerrada.

Cada tanto el moco forzado salpica las paredes en llamas y deseo que un milagro trasplante el órgano infectado en segundos y sin consecuencias. Los oídos pulposos, con la humedad en la puerta, disminuyen la escucha, se resguardan de las opiniones, siempre ajenas. Me obligan, una vez más, a la retrospección que sufre el sordo.

Sopla el viento del ego y me abrigo para que el enredo no se quede a dormir. Sé que el nudo goza cuando lo combato, y no lo dejo lamerse tranquilo. Gato, gato en silencio que araña la piel y me lastima como quien besa a un hombre.

Todo el cuerpo se entumece y mis uñas se pintan solas de color ovulino.

Remolino de carne enardecida que comienza a palpitar por la noche, reclamando que broten del botiquín los pañuelos, bicarbonatos, propóleo y sprays que manchan y no salen. Y cuando sigue sin decir, aparece el río: bienvenida amiga angina, un gusto verla de nuevo por acá, ¿qué se le ofrece esta vez?

¿Y cómo es eso de dejarse caer? Sale el sol y uno tiene frío y le duele el satélite que se vuelve cruel e invasivo. Decido estamparme y lo hago y me infecto e infecto lo que más quiero, y una vez más me obligo a volver a mi centro luego de hacerlo sangrar.

Mi garganta es una ostra con perlas de supuración condensada. Mi boca se atora y luego de ásperas contracciones viene el parto de pus. Sólo el tiempo da el aire suficiente para olvidar que el nudo existe, o más bien, que el tiempo existe. Es ahí cuando sólo queda el aire, regalando rebanadas de frescura y abriendo las cuerdas como piernas calientes.

Cuando menos lo espero el canal se abre y regala canicas de crema podrida y el río se esparce, la maraña se afloja y se va secando. Las cápsulas de angustia pueden desprenderse con los dedos en el teclado, el paso de un rey mago, una canción en la radio, la alegría de la gloria; un orgasmo sacado, un caramelo pelado, un regalo inesperado. O la cena lista, la cama tendida, el cese de la lluvia.

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