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Todo muy lindo hasta que la línea punteada empieza a engordar; hasta que un lápiz hábil teje entre punto y punto cada vez con más presión. Todo muy lindo hasta que ponemos a lavar la fantasía y, cuando la vamos a colgar con los broches que el azar ha regalado, nos damos cuenta de que de los puntos ya queda poco y que el lápiz apretó tanto que se ve del otro lado. Y ya la fantasía está penetrada, traspasada, rotita.

Lo peor viene en el próximo intento de lavado, cuando ya tenemos la certeza de que la fantasía nunca va a quedar limpia ni nueva ni desmanchada y lo hacemos igual, y es lavar o reventar.

Y reventamos. Ya el lápiz se volvió agresivo y atravesó la superficie y la virgen ya será atravesada por el ímpetu de una fantasía en edad de atravesar.

Todo muy lindo hasta que el cuerpo comienza a hablar y tenemos a la susodicha ahí colgadita con los broches que le tocaron –tampoco queremos que un viento se la lleve o la revuelque y la ensucie más, si nos da tanto placer.

Crujen los ojos y vomita el ombligo y las uñas comienzan a segregar líquido ansioso. Es ahí cuando el aire comienza a pesar y asfixia y la virgen rajada y los broches que ya elegimos y la fantasía hecha carne, con todo el peso que requiere una fantasía en estado sólido.

Y yo, herida por la mancha que se desparrama como petróleo en el mar. Y ella, herida. Diamante, intocable, tan escondida y activa. Tan regocijante e impiadosa. Tan culpable y cagona. Ahí tirada, con su collar de perlas y su perfume dorado. Siempre diva de la soledad, fantasía amiga. Siempre disponible y refinada, moldeada a los antojos y detalles más perversos e ingenuos.

Sin embargo. Nunca me interesó conocerla porque la creo en cada pestañeo, en cada viaje, en cada rato dedicado al ocio y al placer. Detesto su realidad, la mato, la inflo, la inflo hasta desfigurarla y ablandarla, y ahí sí, la manoseo como plastilina a mis antojos, caprichos y deseos oscuros. Así, sangrando, la violo igual. Casi pienso que así me gusta más. Con dolor.

Sin embargo el verdadero dolor. El dolor que primero tememos. Sólo en mis sueños la verdad se revienta contra la mesa, la mancha chorrea y los broches de mala calidad se quiebran como huesos con osteoporosis avanzada. Y cómo se rearma un broche. Que alguien me explique. En dónde va el resorte, qué duendes sostienen semejante sistema.

Qué hacer con tantos broches rotos. Y el sueño, ese maldito confesor, esa profecía contra la cara, ese golpe de piedra y plomo que nadie puede esquivar. El verdadero agujero, el punto traspasado, la tela licuada, perdiéndose en el remolino del cruel caos.

Y como siempre hay algo peor, nos queda el recuerdo. Ese enano empecinado en gritar a los ojos.

Entonces despierto y recuerdo todos los cuerpos en que encarnó, todas las pieles y los perfumes que deseé, todos los diamantes acogedores que también me desearon, pero después la alarma comienza a rebotar en mi cabeza, y rebota y rebota y rebota, y recuerdo un hermoso rostro de pura luz y sorpresa y me dirijo a él y le digo Chau reina le digo, y me recorre un miedo frío y fuerte, porque el miedo real se toca cuando en algún lugar de nuestras paredes lo deseamos; y caigo como en una secuencia de fichas de dominó mal colocadas, y caigo, y me doy cuenta de que todo es un espejo.

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