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A Antonio Caraduje

 

El cuadro es abstracto. El cuadro es rectangular y sus enredos de colores también lo son. Pero se salen los colores de los rectángulos, se salen aunque siguen teniendo forma rectangular. Son rectángulos pero también son más que eso. Son la transgresión de la forma. Se sale el cuadro también.

El viejo me enseñó que el cuadro tiene que respirar. El viejo nunca supo de mi boca, ya grande, cuánto lo quise. El viejo siguió dirigiriendo paletas y carbonillas y nunca le dije cuánto me había dibujado. Tal vez lo imaginen sus hijos. En la esquina superior derecha del cuadro tiro el solitario blanco y una suave caricia de celeste.

Abro la ventana. El aire que entra golpea fresco y se zambulle en mi nariz. En la esquina superior derecha tiro el solitario viejo en el otro cielo, en el lienzo. Mi cuerpo se empapa de novedad y agradece el recuerdo circular. Los arbolitos de mis pulmones se hinchan y por un instante crece el bosque azul de mi pecho y nos enlazamos en el espacio de las pinceladas y la pintura es alma por un rato y cada línea, un recuerdo inesperado.

Qué ventana abriremos. Qué ventanas abrimos. Con mi inocencia y su vejez a cuestas. Sus palabras escasas y certeras. Mi negación a la orden y a la edad. La negociación permanente. Su elogio mentiroso.

Un cuadro una ventana una ventana una vida. Y la pintura que se resiste a reproducir la impresión primitiva de los sentidos. La pintura capaz de crear realidad, realidad de los otros colores. El plastrón se zambulle en el fondo y en la zambullida integra la construcción y la sensación, se mezcla con los otros rectángulos y posibilita una mediación espontánea que especula con lo dado. Y lo dado muere de veinticinco puñaladas y se abre un parto de colores nunca vistos nunca pensados nunca combinados en otra realidad, que ya no es dada sino naciente, mutante, creante.

El recuerdo me hace investigar al viejo y lo encuentro en lo nuevo. Encuentro sus objetivos y los de sus compañeros y lo veo joven y me veo vieja y quiero ser joven como el viejo y sus amigos.

El viejo fue joven con otros jóvenes –con el peso de estar presos en una edad a la que no se pertenece– que movían, iluminaban, transformaban, insertaban el futuro e imprimían giros de creatividad. Pintaban los días con el color concreto, abrupto y radical. Buscaban una nada contundente que diese aire. Su manera de pensar: aprendían a pensar desde la nada. O desde un algo no nadado hasta el momento. Y con el nado, el nuevo orden, la aparición de formas inconexas, la aparición de una nueva realidad. Pintando experiencias inéditas. Sin buscar ni encontrar, inventando.

Cargaba el viejo una estética espiritual que acompañaba el tránsito y despabilaba la distracción con nuevos mundos. Los jóvenes proponían colores inéditos para explorar lo aún no existente. Vivían con la tarea de invitar al ojeador a llevar a algún lado lo hecho por una mano por un pincel por colores inventados especialmente para ese ojeador en ese momento por esa mano por esos colores por ese pincel por ese ojo nutrido con el aire poderoso de una ventana.

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